Se acerca la fecha de las elecciones generales en nuestro
país y como presupongo el hartazgo que tal tema siembra en la audiencia, no voy
a insistir en el asunto. En lo único que me gustaría detenerme es en algo que
resulta preocupante, el exceso emocional en las militancias y el defecto de
racionalidad en el análisis que se percibe entre unos y otros. Demasiada gente
parece apoyar a un partido como apoya a un equipo de futbol, incondicionalmente
y haga lo que haga o prometa lo que prometa. Si el político de turno dice lo
que quiere oír, ni se pregunta cómo lo va hacer ni cómo lo va a pagar,
simplemente cree que si lo dice con convicción debe ser que se puede y los
malvados contrarios no quieren hacerlo. Luego está el problema añadido de si se
atreverá con algunos temas que son ciertamente delicados, pero dejemos la
campaña para luego.
Aunque ya que hablamos de irracionalidad y tal, según
publica el periódico ABC, un ciudadano de Manhattan ha acudido a los tribunales
para exigir que el Metropolitan Museum, el museo más visitado de Nueva York,
retire de sus muros los cuadros «racistas» que presentan a un Jesús rubio y de
piel pálida. En su demanda, según publica «The New York Post», da ejemplos
concretos, como «La Sagrada Familia con ángeles», de Sebastiano Ricci; «La
resurrección», de Perugino; «El milagro de los panes y los peces», de
Tintoretto; o «La crucifixión», de Granacci. La situación, dice, le provocó
«estrés personal» y definió la pertenencia de estos cuadros a la colección del
museo como «un caso extremo de discriminación». Si la demanda sorprende por lo absurdo,
no es menos sorprendente que la dirección del museo la haya considerado
seriamente y haya intentado explicárselo, infructuosamente, al demandante al
que le queda una larga batalla legal contra todos los museos del mundo. Alguien
debería regalarle a este caballero el disco de Antonio Machín para que al menos
se consuele mientras entra y sale del juzgado.
El pasado tres de diciembre falleció Scott Weiland, una de
las figuras más importantes del rock de la segunda mitad del siglo XX, por lo
visto, tenía sólo 48 años y lo normal es que aparezcan panegíricos glosando su
figura y aportación artística. Su viuda y sus dos hijos de 15 y 13 años, han
publicado una carta recordando que ellos lo habían perdido mucho antes por su
adicción a las drogas y el alcohol, entre otras conductas autodestructivas que
lo habían alejado de su familia. En dicha carta su viuda dice que “todavía hay
esperanzas para otros. Elijamos que esta sea la primera vez en que no
glorificamos su tragedia con palabrerío sobre el rock and roll y los demonios
que, de paso, no tienen por qué venir con la música.” Todos recordamos lo que
nos gusta elogiar a figuras así pero que más allá de las apariencias eran
sufrimiento para sí y los suyos. No hay nada de admirable en eso y haremos bien
en acoger con prudencia las elegías que se les dedican.
En el lado contrario Ingry, de 14 años, hija de uno de los
cristianos coptos que vimos al Daesh asesinar en la orilla del mar hace sólo
unos meses, responde a la pregunta: ¿Qué has aprendido del testimonio de tu
padre? Dice: Quiero que sepan que estoy
orgullosa de mi padre. No solo por mí o por mi familia, sino porque ha honrado
a toda la Iglesia. Estamos muy orgullosos porque no renegó de su fe y eso es
algo maravilloso. Además, nosotros rezamos por los asesinos que mataron a mi
padre y a sus compañeros, para que se conviertan.
Dos mundos, uno de ellos lleno de esperanza, el otro es
simplemente rico y estúpido.
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