Lo divertido de las precampañas electorales resulta ser que
de hecho y sin carteles pegados en las paredes, son auténticas campañas
electorales. Los que se postulan candidatos a administrar la polis que pagamos
y componemos entre todos, se exponen mediáticamente y, a veces, hasta se
sobreexponen, y ya se sabe lo que pasa con las sobreexposiciones que del moreno
a la quemadura hay un paso muy breve.
La verdad es que se pueden sacar varias conclusiones de lo
que se ve y se oye y les prometo que no hago esfuerzos por enterarme de lo que
dicen unos y otros. Una conclusión que uno saca del ruido mediático es que los
partidos están dispuestos a prometer lo que sea. A moderar su discurso hasta la
contradicción más flagrante, a radicalizarlo en los aspectos que exciten ese
castizo autoodio español y así arañar el famoso voto del indignado que junto
con el voto del envidioso y el miedoso es característico del paisanaje patrio.
Se escuchan las mismas promesas de veces anteriores, les falta añadir “ahora en
serio” para hacerse creíbles. Se venden unicornios y rentas universales,
garantías de derechos de todo tipo, reales o imaginarios. Se machaca al
discrepante de las propias filas, que no es el momento de disentir, y se eleva
el nivel de sensibilidad a la corrección política de todo lo que haya de ser
expuesto al público. Y así vamos a estar, por lo menos hasta el veintiuno de
diciembre, hagan estómago.
Otra conclusión a la que uno llega se puede resumir en una
frase: “pero de dónde sale esta gente, ¿es que no hay alguien más cualificado
para gestionar lo público?”. Porque da la impresión y probablemente sea una
exageración y error mío, que hay una colección de profesionales de lo público
cuyo único currículo es haber hecho carrera en ello pisando para llegar alto
sin saber hacer mucho más. Gente que defiende el cargo con uñas y dientes
porque fuera hace un frío que pela. Ya digo, probablemente es una percepción
equivocada, un sesgo cognitivo que me lleva a no valorar suficientemente a
todos los voluntariosos ciudadanos que honesta y entregadamente se esfuerzan
por hacer de la política el arte de mejorar la convivencia, cuidar los derechos
de todos y administrar los bienes comunes con sensatez y honradez. Ojalá sean
estos últimos los que se ocupen de lo que importa, Dios lo quiera.
¡Pero qué narices!, es adviento, es tiempo de grandes
esperanzas, ¿por qué no incluir ésta entre ellas? Esperamos lo imposible, lo
humanamente irrealizable, porque lo esperamos de Dios para quien nada hay
imposible, ni siquiera que la corruptible debilidad de lo humano contuviera la
infinitud y eternidad del Hijo.
Esperamos salvación mientras demasiadas veces elegimos
caminos de perdición y abandono, esperamos consuelo mientras nos herimos
mutuamente con toda clase de absurdas violencias, esperamos felicidad mientras
creemos poder comprar cualquier sucedáneo que nos distraiga, esperamos vida
mientras cada minuto nos acerca a la muerte, esperamos misericordia mientras
tratamos inmisercordemente a los más débiles. Es precisamente en medio de esas
contradicciones que viene el esperado de los siglos que cantaba el poeta. Para
hacer posible lo que nosotros hacemos imposible con nuestras acciones y
omisiones. Para sembrar la misericordia en el corazón ajado y reseco, para
hacer brotar manantiales en el desierto, arroyos en el sequedal, humanidad
reconciliada en nuestra pobreza interior. Sí, en este caso adviento es esperar
lo imposible y contemplar lo inaudito. A pesar de todo.
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