28 abril 2017

Un día de febrero cualquiera...


Esta mañana, apenas había amanecido y el cielo presentaba ya todas las tonalidades del gris. La carretera me permite mirar hacia un horizonte en el que los tendidos eléctricos parecen enormes rasgaduras en el cielo. La lluvia ha dejado su rastro por todas partes y se adivina un bullir de vida bajo la tierra húmeda. La gente va y viene, deprisa, impaciente, deseosa de llegar a su destino. Ocasionales bandadas de aves surcan un cielo plomizo.
Me doy un momento para tomar conciencia de todo esto. En días así hay una aparente invitación a la tristeza y ya sabemos lo que trae de tentación desesperada. Sin embargo, tras cada nube oscura, tras cada gota de lluvia, tras cada ráfaga de viento, presiento un aire más limpio, un cielo más brillante, una explosión de vida en cada recodo del camino.
Vivir desde lo interior quizá sea eso, la capacidad de ver más allá, de barruntar la presencia del que es la Transcendencia incluso, o especialmente, en los cansancios cotidianos. Confiar en que cada gota de lluvia es útil por pequeña que parezca, que cada semilla que se siembra encierra una promesa de vida y futuro.
A veces la rutina y el cansancio nos ponen a prueba, nos tientan a que escondamos el talento. Que se esfuercen otros y la habitual retahíla de comparaciones odiosas que en nada nos ayudan. Pero si estamos despiertos y sabemos ver, aparecen las señales de nuestro cansancio tiene sentido. Nos debemos, me debo a una misión que me supera, como Elías, recibo lo que necesito para recorrer este camino entre incomprensiones, persecuciones y también, por supuesto, signos de su vara y su cayado en las proximidades. Y sólo estamos a mediados del curso pastoral…
Un destello de inocencia en el día a día puede ser un eco de su presencia. Un día apareció por la misa de la tarde Adrián, un chico de ocho años que cursa tercero de primaria, para hacer de monaguillo, como su hermano, ya un adolescente que empieza a perderse en la neblina del narcisismo propio de la edad y que ha tomado distancia.
Sin que se lo pidiera, ha seguido viniendo cada día y ahora también quiere leer algo, una lectura, las preces, pero no llega al ambón y hay que ponerle un banquito para que alcance al micrófono. Disfruto de su inocente generosidad y su disponibilidad. Y de sus preguntas, a veces en momentos inoportunos, como cuando preguntó: ¿por qué no se dice amén? Tras el Padrenuestro, en plena misa. En otra ocasión llegó a la sacristía con una pregunta rondándole, “entonces, ¿a todos nos va a pasar lo mismo que al Señor?”, y yo sin saber qué estaba preguntando exactamente, hasta que lo aclaró... “¿todos vamos a resucitar?”, claro Adrián, ese es el regalo que Jesús nos ha hecho a quienes creamos en Él. Que gane la vida, que estemos siempre con quien es el Amor Más Grande.
Pero ayer no pudo vestirse, su mamá lo castigó sin salir y no podía venir a ayudar. Y vino a comunicármelo, había tenido una mala respuesta con ella. “¿Le pediste perdón ya?”, “sí, claro”. Bueno, mañana será otro día, lo que hacemos tiene consecuencias, su mamá le castigó a él y, de paso, a mí, al que dejó sin su ayuda, sin esa inyección de inocencia y generosidad cotidiana. (Cuando subo este artículo, ya se le ha pasado el arranque de generosidad y sus visitas son mucho más ocasionales, sólo el fin de semana).
Él anda por ahí, ¿no presienten el sosiego que su vara y su cayado provocan?
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