27 febrero 2016

Un privilegio y un deber



Aunque el espectáculo de nuestra política patria y sus juegos del hambre a ver quién gobierna es tentador para el comentario y la socarronería, me voy a abstener un poco de hurgar en el tema, ustedes disculpen. Me aburren los lugares comunes, el discurso hueco, ese posicionarse a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo y las promesas estupendas que son puro postureo como se dice ahora. Falta sentido común, hay demasiado miedo a las apariencias, a la reacción de la opinión publicada y la presión de los medios que andan declarando culpabilidades e inocencias, análisis y soluciones sin un real conocimiento de causa. La Verdad está perdida y nadie parece andar buscándola, ni siquiera se admite que tal cosa merezca la pena, como dice la obra de Luigi Pirandello, “así es si así os parece”. Y eso es todo lo que hoy podemos conseguir.

Vaya, veo que esto de abstenerme no me está saliendo bien, así que voy a ver si lo compenso un poco. El otro día encontré un fragmento del sermón 19 de Newman, realizado en Oxford, el 20 de diciembre de 1829. Y como estamos en Cuaresma y creo que es terriblemente actual, paso a compartirlo con ustedes aunque no pueda comentarlo apenas, dice Newman:

“Es un inefable privilegió del cristiano, y sólo suyo, tener libre acceso al trono de la gracia. Sin embargo, a continuación no hablaré de la oración como privilegio, sino como deber. Si queremos tener el alma dispuesta, los deseos sometidos, y todo nuestro ser engolfado en Dios a lo largo del día debemos, antes de iniciar las ocupaciones diarias, estar un rato en paz para recogernos interiormente y prepararnos para las pruebas y deberes que nos esperan. Puede darse una razón semejante para la oración de la tarde: que nos ofrece un tiempo para volver la vista al día que va quedando atrás y sacar, por así decir, la cuenta (…) La oración de la tarde es un momento para confesar las faltas y pedir perdón por ellas; para dar gracias por lo que hemos hecho bien y por las gracias recibidas; para hacer buenos propósitos contando con la ayuda de Dios; para cerrar el día que pasó y guardarlo en lugar seguro, al menos como un primer paso hacia el bien para el día siguiente.

El que abandona la regularidad en la oración pierde un medio principal de recordarse que la vida espiritual es obediencia a un Legislador, no un mero sentimiento o un gusto. De ahí que tantas personas, especialmente en las capas refinadas de la sociedad que están fuera de la tentación del vicio grosero (sería en sus tiempos o era pura ironía) caigan en una piedad meramente autoindulgente y como de lujo, que ellos toman por religión (vamos, como la de quienes se conforman con ir a misa el domingo o se sienten tan estupendos que ni eso necesitan, no vaya a ser que encuentren el templo lleno de pecadores).

Tú pides a Dios tu pan de cada día; y, si no lo has pedido esta mañana, de poco te servirá haberlo pedido ayer. Entonces rezaste y lo obtuviste, pero no una ración para dos días. Cuando abandonas la práctica de la oración fija, poco a poco te vuelves más débil sin darte cuenta. Sansón no supo que había perdido la fuerza hasta que se encontró con los filisteos. Tú creerás que eres el de siempre hasta que, de repente, el enemigo caiga con furia sobre ti, y tú caigas, también de repente. Ese es el camino que lleva a la muerte.”

Esta última frase me ha dejado fuera de combate, cuando te abandonas no sientes que nada cambie hasta que pasa algo que te derriba en aquello en que te creíste a salvo. No podemos abandonar la almena so pena de dejar entrar impunemente al enemigo.


Y si resulta que si, como dice San Ignacio de Antioquía, el Cristianismo es grandioso cuando es odiado por el mundo, mucho más necesario se hace estar ojo avizor. Que este desierto nos aproveche para pertrecharnos con las armas de la luz.

25 febrero 2016

El escarnio y la burla no deben ser gratis

Iba a empezar opinando sobre la pasada efeméride de San Valentín y su empalagosa celebración, cuando me entero que justo al día siguiente se cumple un año de aquel terrible suceso que tanto nos conmovió y que parece que hemos olvidado. El quince de febrero de dos mil quince, veintiún cristianos coptos libios eran degollados frente al mar y a las cámaras de esa agrupación de psicópatas del Daesh, también llamado estado islámico. Corremos el peligro de acostumbrarnos a todo, al asesinato repetido, a la hambruna televisada, a la persecución del discrepante, al niño ahogado en la orilla, al insulto y la ridiculización de lo más sagrado sin más motivo de que pueden, de que no te soportan, de que no reconocen tu derecho a existir, a estar aquí, a ser tú mismo y no ser como ellos dicen.
Un año después, la más reciente polémica viene del juicio a esa edil, votada por la inquina indignada de tantos que piensan que todo debe irse a la porra definitivamente, que tan amablemente gritaba cosas tan respetuosas con los creyentes como “arderéis como en el treinta y seis” y otras lindezas de contenido sexual que no venían a cuento en absoluto. Ahora está arrepentida, dice, pero no sabemos si por una espontánea compunción nacida de la reflexión de lo que hizo o movida por la previsibles consecuencias penales derivadas del juicio a que se ve enfrentada. No lo tengo claro. Si sé que no va a dimitir, eso es para los otros.
Como para que la fiesta no pare, la alcaldesa de Barcelona, otra que tal baila, apoya en un acto institucional nuevos insultos y ridiculizaciones de la fe de los cristianos a cuenta de una señora que no ha tenido otra ocurrencia que utilizar el padrenuestro para escribir una estupidez, permítanme que resuma. Ante la reacción indignada de los creyentes, la explicación no puede ser más infantil, es que ella, la alcaldesa, no cree que eso sea ofensivo. Claro, ahora ellos deciden cuando debemos sentirnos ofendidos los demás o cuando la presunta originalidad es procacidad de burdel.
Poco a poco nos podemos ir acostumbrando a la idiotez institucionalizada y por ese camino nada bueno viene a continuación. Tengo que reconocer que a estas alturas, ni las poesías blasfemas ni las tetas de Rita Maestre, ni las pintadas amenazantes, me afectan demasiado. Simplemente no les concedo la capacidad de condicionarme, lo que no quita que llame a todo eso por su nombre, que reconozca que estamos mal cuando tanta gente ha pensado que este tipo de submundo de política y cultura sórdidas pueden aportar algo a la convivencia y a la solución de los problemas de nuestro país como para votarlos y colocarlos en un lugar donde sus miserias son totalmente visibles para mayor vergüenza de todos.
Dicen que alguno ha pedido perdón, pues estupendo, encontrará el perdón, pero los hechos además de responsabilidad moral tienen unas consecuencias que serán juzgadas y tendrán que afrontar la responsabilidad civil o penal que corresponda. Te perdono por aparcar en mi puerta, pero eso no te quita la multa. Salgamos de la infancia y empecemos a madurar, ¿no les parece?
Y para reflexionar en esta Cuaresma y no creerme mejor que aquellos que han hecho estas cosas, recuerdo esta reflexión de Chesterton: “La Iglesia «ha sostenido desde el primer instante que el mal no está en el ambiente, sino en el hombre mismo». Siempre cabe el riesgo de actuar mal, porque el origen del mal no está en las circunstancias sino en el interior de la persona.” Y eso es lo que toca cambiar, ante lo que estar en guardia en realidad.

11 febrero 2016

Para qué, ¿adónde iré?



Tengo un problema y no sé cómo se va a resolver, resulta que estamos en pleno año de la misericordia y toca meditar, profundizar y explicar esta virtud justo en  medio de una sociedad como la nuestra, dónde lo que más nos gusta es mirar a alguien, al contrario, y gritar ¡culpable! De lo que sea. Puede ser un individuo al que responsabilizamos de nuestra desgracia, cuya actuación nos coloca en permanente indignación y nos imposibilita para ser feliz o, en la cúspide del atavismo inculpatorio, la humanidad misma, culpable toda ella del calentamiento global que amenaza con extinguir la biodiversidad y traer todos los males imaginables. Hay quien en un ejercicio de autoodio sin precedentes ha declarado que lo mejor que puede hacer la raza humana es extinguirse, por el bien del planeta. Claro, no parece que vaya a predicar con el ejemplo. Y resulta que tengo que hablar de misericordia y no sé cómo.
Así que me van a permitir que mi reflexión vaya por otro lado. Creo haber comentado en este mismo espacio que en ocasiones encuentro obras que son capaces poner en palabras brillantemente, intuiciones que alguna vez he tenido y no he conseguido expresar ni por asomo con esa claridad, para mi desesperación por supuesto. 
Hoy vuelvo a esos sentimientos de cuando tenía edad universitaria a través del comentario de Luis Daniel González de unos párrafos de libro Del tiempo y el río, un relato de Thomas Wolfe que responde plenamente a su subtítulo: «Una leyenda sobre la ansiedad del hombre en su juventud». Son los años del joven Eugene Gant en la universidad, años de «anhelos, de deseos, de todo lo que constituye el delirio de la vida de un joven. Y ¿para qué? ¿Para qué?». Eugene Gant, deseoso de no pertenecer a «la gran colonia de los norteamericanos sin rumbo», no encuentra el modo de saciar sus hambres de «saberlo todo, tenerlo todo, ser todo; ser uno y muchos, asir el enigma de esta tierra vacía y palpitante y que el enigma fuera tan tangible en su mano como una moneda de oro»; y se pasa el tiempo en busca de «la palabra, la llave, la puerta de acceso a la gloria de una existencia afortunada y feliz»…
Wolfe describe con dramático vigor los choques interiores que un joven experimenta entre los inmensos anhelos de saber y de vivir que le consumen y las realidades pobres a las que se enfrenta, entre la «intolerable adivinación de triunfo y de descubrimiento» que intuye y la soledad y el desamparo que tantas veces le inundan como una marea, entre la nostalgia inefable de su tierra y de los suyos y el rechazo áspero y hasta violento que siente hacia gentes mediocres que ve a su alrededor. Wolfe-Gant vuelve una y otra vez a «la vieja pregunta, en su desnuda desolación: “¿Por qué estoy aquí? ¿Adónde iré ahora? ¿Qué haré?” Como un ahogado (naufrago) que se aferra a una tabla, buscaba afanosamente una meta o algún propósito en su vida, alguna justificación a sus vagabundeos, algún punto de mira para su feroz deseo».
En medio de su prosa torrencial, Wolfe da con claves que le podrían ayudar a descubrir esas voces que «nos hablan en la noche y nos dicen que moriremos, sí, pero que más allá existe un conocimiento mayor, un amor mayor, una vida mayor, un cielo más amable que nuestros hogares, un lugar donde están enterrados los pilares de la tierra, hacia el cual tienden los espíritus, se tensan las conciencias, se levantan los vientos y fluyen los ríos». Pero sus intuiciones encallan en la retórica de su autocompasión y, sobre todo, chocan con el «agnosticismo, ese obstáculo latente en su cerebro, no tanto como una convicción sino como algo que le servía para justificarse a sí mismo». 
Ese obstáculo que provoca que tantos miren si ver y oigan sin entender, para no salir de su zona de confort ni siquiera en busca de la verdad, añado yo. 
Feliz desierto.

09 febrero 2016

Miércoles de ceniza



El tiempo pasa velozmente y nada más adecuado para tomar conciencia de ello que la experiencia repetida cada viernes de enfrentar el vértigo de llenar tres minutos de radio con algo que resulte mínimamente relevante para todos ustedes. Cuando apenas se han extinguido las notas del último villancico, empezamos a entonar el misere mei cuaresmal casi sin intermedio, así ha resultado este año.
Creo que el primer recuerdo cuaresmal que uno tiene es el de esos viernes de vigilia en que no se comía carne en casa, cosa que en esos días se hacía escrupulosamente a diferencia de los días en que era algo casual. Además de esa experiencia, yo albergo el recuerdo de haber encontrado, siendo un colegial de pocos años, una hoja arrancada de una antigua enciclopedia escolar en que se explicaba el sentido del miércoles de ceniza y el significado de la frase proclamada ese día, “memento, homine, quia pulvis eris et in pulverem reverteris” (acuérdate, hombre, que eras polvo y al polvo regresarás). Es de esos recuerdos que se quedan en la memoria y causan impresión en una mente infantil, a mí me dio qué pensar en esos tiempos en que casi todo lo que me rodeaba e iba descubriendo, me provocaba un tremendo asombro.
Pero de nuevo llega la cuaresma, muchos años después y  me planteo qué significa ahora, qué oportunidad me brinda, qué desafío, que inquietud. Quisiera recuperar aquel asombro, al menos la capacidad de enfrentarme al inmenso y terrible desierto que evocan estos cuarenta días con la actitud adecuada, con la de quién entra en él por primera vez, lleno de oscuros temores y, a la vez, de una confianza casi inexplicable en lo que me invita a entrar en él.
Chesterton, en su libro “Ortodoxia”, hablando del asombro, dice “Todos los hombres se han olvidado de quiénes son. Podemos entender el cosmos, pero nunca el ego, porque el propio yo está más distante que las estrellas. Podrás amar a tu Dios, pero no podrás conocerte. Bajo igual calamidad nos doblamos todos: que hemos olvidado todos nuestros nombres, que hemos olvidado quienes somos en realidad. Todo eso que llamamos sentido común, racionalidad, sentido práctico y positivismo, sólo quiere decir que, para ciertos aspectos muertos de la vida, olvidamos que hemos olvidado. Y todo lo que se llama espíritu, arte o éxtasis, sólo significa que en horas terribles somos capaces de recordar que hemos olvidado.”
Y tal vez por eso necesito, necesitamos el desierto, para enfrentarnos a esas horas terribles que nos ayuden a recordar que hemos olvidado, a volver a ser, aunque sólo sea por un instante, nosotros mismos en estado de total asombro ante lo infinito, sin artificios ni distracciones. Sólo así seré capaz de conocer cuál es la misión a la que he sido llamado y cuales las debilidades que tendré que enfrentar.
El próximo miércoles comienza la cuaresma, y tengo la oportunidad de dejarme llevar a ese lugar donde conviven los monstruos con la más insólita belleza, donde se puede presentir lo eterno o perecer al miedo. Me pregunto si confiaré lo suficiente como para atreverme a entrar o será otra ocasión fallida.
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