16 junio 2006

El crucifijo en las aulas.

Entre los blogs que leo, he llegado a uno, Compostela, que publicaba un artículo que creo de interés para la que está cayendo en nuestro muy politicamente correcto país. Lo encontré a través de la Iglesia en la prensa.

El enlace está aquí y el artículo es de Natalia Ginzburg, no creo que mis comentarios sean necesarios, así que lo reproduzco a continuación:

Dicen que hay que quitar el crucifijo de las aulas. El nuestro es un estado laico y no tiene el derecho de imponer que en las aulas haya un crucifijo. La señora Maria Vittoria Montagnana, maestra de Cuneo, había quitado el crucifijo de las paredes de su clase. Las autoridades educativas la han obligado a volver a ponerlo. Ahora se está peleando por poder quitarlo de nuevo y para que lo quiten de todas las clases de nuestro país. En lo que se respecta a su propia clase, tiene toda la razón. Pero a mí me disgusta que el crucifijo desaparezca para siempre de todas las clases. Me parece una pérdida. Todas o casi todas las personas que conozco dicen que lo quiten. Otras dicen que es una cuestión sin importancia. Los problemas son tantos y dramáticos, en la escuela y fuera, que este es un problema sin importancia. Es verdad. Pero a mí me desagrada que el crucifijo desaparezca. Si fuera profesora, querría que en mi clase no lo tocaran. Toda imposición de la autoridad es horrenda en lo que respecta al crucifijo en las paredes. No puede ser obligatorio ponerlo. Pero en mi opinión tampoco puede ser obligatorio quitarlo. Un profesor debe poderlo poner si quiere y quitarlo si no quiere. Debería ser una elección libre. Sería justo también pedir opinión a los niños. Si uno solo de los niños lo quisiese, escucharlo y hacerle caso. A un niño que desea un crucifijo puesto en la pared hay que hacerle caso. El crucifijo en clase no puede ser otra cosa que la expresión de un deseo. Y los deseos, cuando son inocentes, se respetan.(...)

-"Autobiografia in terza persona" p. 178-83 de Saggi (2001): (…) Su padre era hebreo, su madre no lo era. Ni el uno ni el otro eran observantes, en un sentido u otro. Ni él ni ella ponían el pie en una iglesia o en un templo. Solían considerarse materialistas y ateos; el padre con más convicción; la madre de una forma menos resuelta y más insegura. (…) Natalia Ginzburg vive en Roma, siempre en la misma casa del centro. Es todavía diputada [independiente por el Partido Comunista] en el Congreso. Algunas veces, pero de modo discontinuo, escribe en los periódicos. Vive sola con su hija Susanna, gravemente enferma desde los primeros meses de vida. La enfermedad de su hija le impide pensar en la muerte tranquilamente. Todavía tiene fe en la providencia, en el afecto de sus otros hijos, en los ángeles custodios. Aunque de modo caótico, atormentado y discontinuo, cree en Dios.

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