Es todavía lunes santo y un aguacero repentino cae sobre nosotros. Refugiado tras la ventana, miro la sombra de los árboles, deformada por el agua que se desliza por el cristal. Llueve y hace viento. Un oleaje de espesas gotas que golpean las paredes, los árboles, los arbustos, la espesa hierba. Las hojas, fuera, susurran, se quejan rumorosamente ante el embate del vendaval, el aire las remece y las estira, las entrechoca y las hace girar como molinillos alocados.
Dentro de la destartalada casona, las grietas susurran las melodías del viento. En los momentos en que amaina, el silencio se hace espeso, roto por el discurrir del agua que lo empapa todo y gotea incesantemente.
Más allá del barranco al que mira la ventana, la ladera explota en todos los tonos del verde, mientras sucesivas cortinas de lluvia amortiguan los colores hasta volverlos casi grises.
El aire está plagado de aromas de la primavera, ahora enmascarados por el olor a mojado. Mientras la hierba se ha instalado en todas partes, en cada grieta y en cada pequeño resquicio donde hay un poco de tierra.
Sigo mirando fuera y hago silencio y me dejo sentir todo eso. Sé que tras el nubarrón el sol aguarda para sacar la vida escondida, oculta y fecunda en lo profundo de la tierra.
El texto no puede ser más bonito. Un lunes santo pasado por agua pero delicioso para rezar y acordarse del Señor en esa intimidad oliendo a tierra mojada.¡Uhhhhhhhh! ¡Qué maravilla!
ResponderEliminarGracias por compartirlo.
Que Dios le bendiga.