Hoy ha vuelto a llamar a la puerta. S. no es el chico más listo de sexto curso, ni el mejor deportista, ni el más a la moda. Ni siquiera tiene móvil como la mayoría de sus amigos. A S. le cuesta comprender las instrucciones más sencillas y repite una y otra vez las cosas para acordarse. Pregunta una y otra vez lo mismo como para estar seguro de que es en ese lugar, o a esa hora que le han dicho. Al principio me sorprendió lo que después se ha vuelto evidente, S. responde al afecto con total entrega. Ha bastado que sintiera amabilidad y respeto, algo de juego y un poco de buen humor para que responda como sabe, buscando una excusa para pasar por casa y preguntar por J., "¿ha venido J.?", suele preguntar con un tono de voz un poco demasiado alto. "Voy a decirle una cosa", arguye como excusa para entrar y estar un rato con J. Si no está pregunta repetidamente a qué hora va a volver.
Lo curioso es que, ahora que lo pienso, en el mundo perfecto huxleyano al que nos dirigimos, probablemente S. no nacería. Alguien cortaría de raíz su gestación de notar a tiempo (¡a qué tiempo, Dios mío!) que S. tiene lo que hoy llaman "necesidades educativas especiales" y presenta una cierta "discapacidad intelectual". Hermosas palabras que ocultan los denostados términos de retraso y subnormalidad, como quien pone una sábana piadosamente sobre el cadáver.
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