30 abril 2021

Pedagogía del caos

 

El otro día aparecía un artículo en el ABC con el sugestivo y sorprendente título de que “los estudiantes de colegios con más disciplina obtienen mejores notas”. Si ustedes son personas habituadas a practicar el sentido común y que no pilotan naves mentales lejanas a la realidad, no necesitan seguir leyendo el extracto de la sesuda investigación universitaria que da pie a la frase titular. Un par de anécdotas me vienen a la mente. Al hijo de un amigo, maestro de primaria, le había tocado en la clase de un maestro con fama de serio y estaba contento porque prefería eso a una clase indisciplinada dónde ni hacías ni te dejaban hacer. El chico prometía ser un buen estudiante e iba al colegio, no al parque de atracciones. La segunda es cuando, en ese mismo colegio, fui a buscar a un maestro de quinto curso. Entre en una de las aulas y vi todos los pupitres ordenados de a dos y con un alumno encargado de mantener el orden, aparentemente todos estaban trabajando en la tarea que les había dejado el maestro que había salido a dirección a atender un asunto momentáneo. Me sorprendió el orden y silencio reinante. Luego entré en la otra clase de quinto y lo que vi fue una distribución de pupitres que sólo podría explicarse siguiendo la teoría del caos. Había un bullicio inesperado, sobre todo porque después de mirar en todas direcciones encontré al maestro sentado detrás del todo, en su mesa, según él estaba haciendo una “experiencia pedagógica” de distribución de grupos. Se ve que son estos últimos los que van marcando el paso en la nueva pedagogía. Pero los que funcionan de hecho, son los primeros.

Gregorio Luri, en su lucha personal contra las pedagogías fantasmagóricas que nos aquejan, escribió que “Los pobres se merecen una escuela ambiciosa que no aspire simplemente a entretenerlos. Se merecen profesores justos que no sientan lastima de ellos y que no les exijan menos de lo que puedan dar de sí. Necesitan buenos profesionales y no sólo pedagogos románticos. (…) [Como dijo San Agustín a los maestros:] ‘No seáis, pues, tan benévolos con los malos que les deis aprobación; ni tan negligentes que no los corrijáis; ni tan soberbios que vuestra corrección sea un insulto’.” Difícil y necesario equilibrio.

En el capítulo “sorpresas te da la vida”, resulta que, a Richard Dawkins, epígono del escepticismo ateo militante, la “Sociedad Humanista Americana” le ha retirado el premio “humanista del año” que le dieron en 1996 por su opinión sobre las “nuevas identidades”, concretamente por ser escéptico respecto ese juego. Había dicho que “Algunos hombres optan por identificarse como mujeres, y algunas mujeres optan por identificarse como hombres. Serás vilipendiado si niegas que ellos literalmente son eso con lo que se identifican.”  Así que semejante ataque al nuevo orden de “si me siento cafetera, deberás dirigirte a mí como tal”, no podía quedar sin cancelación pública. Dar a entender, aunque sea de refilón, que las identidades trans, por ejemplo, pudieran ser fraudulentas, es uno de los nuevos pecados imperdonables que no entran ni dentro de la posibilidad de debate racional ni la ampara la libertad de expresión. Sus posteriores intentos de disculpa no han servido para aliviar el cabreo de los guardianes de la nueva ortodoxia. Agárrense que vienen curvas, en Canadá hay un padre condenado por un juzgado por no querer referirse a su hija de catorce años como hombre y oponerse a la terapia de hormonación para parecerlo.

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