Es viernes de dolores, pero creo que eso ustedes ya lo saben. No tengo intención de hablar ni de los viernes ni de los dolores. El otro día se celebraba un vía crucis con todas las medidas habituales en estos tiempos y, por supuesto, no faltó quien comentó las fotos del evento con acusaciones de irresponsabilidad y gestos de indignación. Un efecto secundario de todo esto es que demasiada gente se ha convertido en policía de los demás. Algo más en qué criticar al prójimo, el deporte nacional que se juega cada día en los programas de telebasura, que son mayoría y mayoritarios, desgraciadamente.
Roger Scruton tiene una charla titulada "Por qué la belleza importa" (Why Beauty Matters). Escucharla (en mi caso leer los subtítulos) resulta reconfortante. Pone en palabras intuiciones y experiencias difíciles de explicar para mí. Ahora que llega la semana santa con su particular expresión de belleza religiosa, entiendo mejor qué me llena y qué no de todo eso. Scruton reflexiona sobre cómo la belleza, desde Platón, “era la revelación de Dios en el aquí y el ahora”. “Kant, mucho más sobrio, viene a decir lo mismo: que la experiencia de la belleza nos conecta con el último misterio del ser y nos pone en presencia de lo sagrado”. Es decir, hay en la belleza un empujón sensible hacia la Transcendencia. Es el efecto que nuestros templos, catedrales, cuadros, imágenes, etc. pretenden causar en el ánimo del que se acerca, creyente o no. Que mirando lo bello, transcendamos hasta llegar al autor de la belleza misma. Y uno entiende eso, que es más antiguo que la Iglesia misma. Creo que fue siempre la intención desde que se puso la primera piedra de la primera catedral. Y sigue siendo así, excepto para el “alma dormida”, hoy yo diría anestesiada por el ruido y la prisa.
El mismo autor reconoce que hubo un momento en la historia reciente en que nuestra civilización occidental empezó a perder el sentido de la belleza. Así, mirar la flor no tenía que hacer pensar en nada más que en la flor misma, Tolstoi dijo que hay gente que pasea por el bosque y sólo ve leña para el fuego. El feísmo como arte contemporáneo lo hemos asumido tal cual. Ciertamente vivimos inmersos en una vorágine de ruido y furia, se diría, pero el arte debería ser un movimiento de resistencia contra la pérdida del sentido de la belleza que tiene detrás una pérdida del sentido de la vida.
“’En mi propia vida la música me ha permitido, más que otras manifestaciones artísticas, encontrar ese camino’ [entre lo real y lo ideal], reconoce Scruton, mientras interpreta al piano el Stabat Mater de Pergolesi. El compositor tenía 26 años cuando escribió esa pequeña partitura. En ella describe el dolor de la Virgen María junto a la cruz de su Hijo moribundo. Todo el sufrimiento del mundo está simbolizado en ese pentagrama exquisito. También Pergolesi se estaba muriendo, aquejado de tuberculosis, pero la cruz de Cristo le enseña que la muerte no tiene la última palabra”.
Si toda la belleza que somos capaces de crear en estos días nos ayuda recorrer ese camino hacia la Transcendencia, no habremos perdido la orientación. En cambio, la búsqueda de lo bonito por lo bonito es tan banal como inútil en unas celebraciones que actualizan lo central de la fe, porque va de eso la Semana Santa. Y no me confundan la fe con la sensiblería emotiva que no ve más allá de lo bonito, sean serios.
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