Decía ya Qohélet que “todas las cosas cansan y nadie es capaz de explicarlas. No se sacian los ojos de ver, ni se hartan los oídos de oír. Lo que pasó volverá a pasar; lo que ocurrió volverá a ocurrir: nada hay nuevo bajo el sol” (Ecl 1, 8-9). No podía tener más razón. Si comentaba la semana pasada las inesperadas consecuencias de la llamada “guerra cultural”, hoy me encuentro con una afirmación que me sugiere que esto viene de lejos, que no es nuevo y que sus consecuencias suelen ser devastadoras.
En 1943 Simone Weil escribía: “el desarraigo constituye con mucho la enfermedad más peligrosa de las sociedades humanas, pues se multiplica por sí misma. Los seres desarraigados tienen sólo dos comportamientos posibles: o caen en una inercia del alma, casi equivalente a la muerte, como la mayoría de los esclavos en los tiempos del Imperio Romano, o se lanzan a una actividad que tiende siempre a desarraigar, a menudo por los métodos más violentos, los que no lo están todavía o los que no lo están más que en parte.” Lo que me lleva a pensar que esa actividad de permanente puesta en cuestión de todo lo que es o ha sido la base de la civilización que disfrutamos no apunta a alumbrar algo mejor, sino un campo de cenizas sobre las que sólo puede gobernar un tirano de la condición que sea. Algo cíclico, por lo visto. Sí, me sobrecoge llegar a esta conclusión y espero estar completamente errado en el análisis y la conclusión. Pero las pistas están ahí.
Me van a perdonar que abuse de las citas, pero no puedo evitar recordar esto otro que apunta a las causas, o parte de ellas, de esta sistemática destrucción los valores que cimentaron nuestro mejor presente: “Considerad un aspecto cualquiera de la herencia occidental del que nuestros antepasados se sentían orgullosos, y encontraréis un curso universitario consagrado a su deconstrucción. Considerad no importa qué aspecto positivo de nuestra herencia política y cultural y encontrareis esfuerzos concertados a la vez por los medios y la universidad, para ponerlo entre comillas y darle el aire de una impostura o de una superstición…" – (Roger Scruton, "De la urgencia de ser conservador.")
Creo que podemos reconocer esos mecanismos en nuestro entorno, incluso, en algún momento, haber participado de ellos. Otra lacra paralela de nuestro presente es la también llamada “cultura de la cancelación”, porque a todo lo llamamos cultura de algo. Ese revisionismo histérico de todo, de la historia según unos principios no se sabe si morales, ideológicos o simplemente ridículos que lo mismo sirven para tirar una estatua que para renegar de Hume en su propia universidad. “Cancelación” que lleva a la proscripción del disidente, aunque su disidencia consista en poner en evidencia la desnudez del emperador. “Cultura” que amenaza con quemar todo lo que resulte “incómodo” a una nueva generación de blanditos analfabetos voluntarios, de zombis que viven de clichés fáciles de digerir y se expresan mediante trivialidades y banalizaciones. De gente que se vuelve capaz de coger la antorcha y por tanto se vuelve peligrosa, como apuntaba Weil.
Para terminar, alguien comentó que siempre hubo analfabetos, pero nunca habían salido de la universidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tus comentarios, ya sabes, la "netiquette" nos beneficia a todos, al igual que la ortografía, la sintaxis y la síntesis.
Perdón, los comentarios están sujetos a moderación...