Comentaba hace unas semanas algo sobre que la verdad no está de moda, que la verdad no importa. Importa la apariencia, la pose o, en lenguaje moderno, el “postureo”. Podemos comprobarlo, por ejemplo, en el revuelo montado alrededor del senador de Podemos, Ramón Espinar.
Si no saben de lo que les hablo es porque acaban de bajar del platillo volante. Después de descubrirse que con 23 añitos y siendo becario su padre le dio 60.000 euros de nada para que se comprara un piso de protección, piso que no vivió y que vendió con suculenta ganancia, ha quedado al descubierto no ya la doble moral del que da consejos y predica contra lo que él mismo practica, sino ese mundo de apariencias en que lo que importa es que estés a favor de todo bueno y no te canses de repetirlo.
Cosa aparte es el detallito de que te den una beca de ayuda a los estudios mientras tu padre puede soltar alegremente tamaña cantidad de euros. Lo normal en casa de cualquier obrero, como el mentado personaje le gusta pintar a su familia.
A la desfachatez del individuo se le ha sumado la cohorte de defensores que justifican lo indefendible con los argumentos habituales: “más roban otros” y las conspiraciones de los poderes fácticos. Como si eso cambiara los hechos, es que lo que en los otros es vicio, en los nuestros, los buenos, es virtud. Alguno anda operándose la boca para poder comulgar con ruedas de molino.
Pero el tiempo pasa y dice el salmo que toda carne es hierba, que los días del hombre son como la flor del campo, que el viento la roza y ya no existe. El pasado día uno recordábamos a todos los santos que nos llevan delantera en el camino hacia el corazón del Padre y el miércoles a todos los difuntos, Fray Nelson ha hecho una lista en su blog de las 21 cosas que la gente confiesa y se arrepiente en sus últimos momentos, por si les sirve de algo, lo comparto con ustedes:
Di mal ejemplo y lamentablemente hubo quien me imitara. El dolor frente al que fui indiferente. Las personas a las que lastimé o causé daño de cualquier forma. Las palabras necias, vulgares o groseras que salieron de mi boca. Las promesas que no cumplí. Las cosas que compré y que no necesitaba o que nunca utilicé. El mucho tiempo y esfuerzo que me costó conceder algún perdón. Los ratos en que he podido y debido orar más y sobre todo con más amor. No haber corregido a tiempo a los que tenía que haber educado mejor. Haber callado tantas palabras de reconocimiento, elogio o ánimo para quienes lo merecían y necesitaban. Haber huido tantas veces de la Cruz. La soledad de Cristo en el sagrario me duele. Haberme quejado mucho más de lo que he agradecido. Atribuirme los triunfos a mí y los fracasos a las circunstancias. Ser cómplice de chistes contra Dios, la fe o la Iglesia. ¡Tanto tiempo simplemente perdido; tiempo que ya no puedo recuperar! Haber perturbado la inocencia de alguien o bloqueado los sueños de algún otro. Aprovecharme de que alguien me quería para sacar algún provecho. Disfrutar la adulación aun sabiendo que es falsa. Personas a las que no visité porque me parecían poco interesantes, educadas o útiles. Me faltó amar; amar mucho más a Dios y muchísimo más a mi prójimo.
Vivamos el presente, pero gastándonos por lo que realmente importa, todo lo demás parece frivolidad y caza de vientos.
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