Miro la foto de un niño en un bosque que
contempla un árbol con aspecto de asombro, alguien comenta que necesitamos
educar la sensibilidad y no tanto el sentimentalismo. Alguno se pregunta que
dónde está la diferencia, y es que mientras el segundo es una breve explosión
emocional, la
sensibilidad es una forma de acceso a lo real que permanece
habitualmente escondido a simple vista.
Leo a Gregorio Luri que afirma que lo que nos define es
aquello que encontramos cuando contemplamos la naturaleza. Pero no se refiere
al bosque o la fauna, sino a la realidad misma, aunque me da pie para recordar
que hay quien cuando pasea por cualquier bosque sólo ve leña para el fuego. Éste ya ha se ha definido y ha cosificado la
realidad como algo útil o inútil para sus fines.
También el mismo autor afirma que la religión intenta
encontrar el rostro de Dios en la naturaleza. Y eso me devuelve al principio,
educar la sensibilidad para vislumbrar la transcendencia que se esconde en lo
inmanente, en lo cercano, en lo pequeño y efímero. De pequeño, cuando en el
patio de casa aparecía un hormiguero, la reacción habitual solía ser acabar con
esos molestos insectos. Pero a mí me fascinaba la complejidad de esa vida
diminuta, tanta grandeza en algo tan pequeño y tan breve. Cada vida habla de la
Vida y, sin embargo, no escuchamos su voz. Andamos tan sordos entre el ruido y
la prisa que puede que esta nueva oportunidad que nos brinda la primavera, la
desperdiciemos en simples fiestas para beber, comer y dar rienda suelta a las
bajas pasiones, eso sí, a la sombra de alguna imagen sagrada, como para que
sancione nuestros excesos volviéndolos justificables. O sin imagen, que ya el
laicismo está reclamando que se puede llegar más lejos sin el lastre de lo
religioso.
Pero no quiero ir por ahí, déjenme que permanezca en la muda
contemplación de lo real, que vislumbre lo infinito que envuelve lo finito, la
inmortalidad que enmarca mi fragilidad y caducidad, que disfrute de la
fugacidad de esta breve antesala de lo eterno.
Sigue recordándome Luri que Pascal escribió: “El silencio de
los espacios infinitos me aterra”. En fisiología se llama silencio al instante
que separa los latidos cardiacos, como aviso quedo de lo irremediable. Toda
nuestra grandeza –añadía Pascal- se encuentra en este efímero, pero exclusivo,
terror al infinito silencio circundante. “Sólo el hombre es miserable”,
concluía.
Y me acuerdo de un poema de Blas de Otero que no sé si
entiendo, así que comparto esta lúcida confusión con todos ustedes:
"Recuerdo.
No recuerdo. El viento. El mar.
Un hombre al borde del cantil. El viento. El mar desamarrando olas horribles. Un hombre al borde de un cantil. Recuerdo. No recuerdo. Los brazos alzados hacia un cielo ceniciento. El viento. El golpe de las olas contra las rocas. Un hombre al borde de la muerte. El mar. El cielo, mudo. Ceniciento. El cielo. Recuerdo. Oigo las olas. El viento. Entre las sienes. No recuerdo. Un hombre al borde de un cantil, gritando. Abriendo y cerrando los brazos. Un hombre ciego. Recuerdo. Alzó la frente. Un viento frío le azotó el alma. No recuerdo. Veo el mar. Nado por dentro. Avanzo hacia una luz, hacia una luz. No veo. Escucho un silencio de yelo. y braceo, braceo hacia la luz, y tropiezo, y braceo, y emerjo bajo el sol ¡oh júbilo!, y avanzo... y no recuerdo más. Esto es todo cuanto sé. Sabedlo." |
Es primavera, la tumba sigue vacía.
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