Tengo un problema y no sé cómo se va a
resolver, resulta que estamos en pleno año de la misericordia y toca meditar,
profundizar y explicar esta virtud justo en
medio de una sociedad como la nuestra, dónde lo que más nos gusta es
mirar a alguien, al contrario, y gritar ¡culpable! De lo que sea. Puede ser un
individuo al que responsabilizamos de nuestra desgracia, cuya actuación nos
coloca en permanente indignación y nos imposibilita para ser feliz o, en la
cúspide del atavismo inculpatorio, la humanidad misma, culpable toda ella del
calentamiento global que amenaza con extinguir la biodiversidad y traer todos
los males imaginables. Hay quien en un ejercicio de autoodio sin precedentes ha
declarado que lo mejor que puede hacer la raza humana es extinguirse, por el
bien del planeta. Claro, no parece que vaya a predicar con el ejemplo. Y
resulta que tengo que hablar de misericordia y no sé cómo.
Así que me van a permitir que mi reflexión vaya por otro
lado. Creo haber comentado en este mismo espacio que en ocasiones encuentro obras
que son capaces poner en palabras brillantemente, intuiciones que alguna vez he
tenido y no he conseguido expresar ni por asomo con esa claridad, para mi
desesperación por supuesto.
Hoy vuelvo a esos sentimientos de cuando tenía edad
universitaria a través del comentario de Luis Daniel González de unos párrafos
de libro Del tiempo y el río, un
relato de Thomas Wolfe que responde plenamente a su subtítulo: «Una leyenda
sobre la ansiedad del hombre en su juventud». Son los años del joven Eugene
Gant en la universidad, años de «anhelos, de deseos, de todo lo que constituye
el delirio de la vida de un joven. Y ¿para qué? ¿Para qué?». Eugene Gant,
deseoso de no pertenecer a «la gran colonia de los norteamericanos sin rumbo»,
no encuentra el modo de saciar sus hambres de «saberlo todo, tenerlo todo, ser
todo; ser uno y muchos, asir el enigma de esta tierra vacía y palpitante y que
el enigma fuera tan tangible en su mano como una moneda de oro»; y se pasa el
tiempo en busca de «la palabra, la llave, la puerta de acceso a la gloria de
una existencia afortunada y feliz»…
Wolfe describe con dramático vigor los choques interiores
que un joven experimenta entre los inmensos anhelos de saber y de vivir que le
consumen y las realidades pobres a las que se enfrenta, entre la «intolerable
adivinación de triunfo y de descubrimiento» que intuye y la soledad y el
desamparo que tantas veces le inundan como una marea, entre la nostalgia
inefable de su tierra y de los suyos y el rechazo áspero y hasta violento que
siente hacia gentes mediocres que ve a su alrededor. Wolfe-Gant vuelve una y
otra vez a «la vieja pregunta, en su desnuda desolación: “¿Por qué estoy aquí?
¿Adónde iré ahora? ¿Qué haré?” Como un ahogado (naufrago) que se aferra a una tabla,
buscaba afanosamente una meta o algún propósito en su vida, alguna
justificación a sus vagabundeos, algún punto de mira para su feroz deseo».
En medio de su prosa torrencial, Wolfe da con claves que le
podrían ayudar a descubrir esas voces que «nos hablan en la noche y nos dicen
que moriremos, sí, pero que más allá existe un conocimiento mayor, un amor
mayor, una vida mayor, un cielo más amable que nuestros hogares, un lugar donde
están enterrados los pilares de la tierra, hacia el cual tienden los espíritus,
se tensan las conciencias, se levantan los vientos y fluyen los ríos». Pero sus
intuiciones encallan en la retórica de su autocompasión y, sobre todo, chocan
con el «agnosticismo, ese obstáculo latente en su cerebro, no tanto como una
convicción sino como algo que le servía para justificarse a sí mismo».
Ese
obstáculo que provoca que tantos miren si ver y oigan sin entender, para no
salir de su zona de confort ni siquiera en busca de la verdad, añado yo.
Feliz desierto.
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