Tras aquella cena llena de enigmas, todo se precipitó. La captura de Jesús, un juicio acelerado y una condena que estaba decidida de antemano. Difícilmente la autoridad romana podría resistir la presión de los jefes judíos empeñados de crucificar a aquel predicador casi desconocido. Se trataba de hacer un buen trabajo, enseñar la lección a sus seguidores. La tradición repetía "maldito el que cuelga del madero". No bastaba con que muriera de cualquier manera, tenía que ser una muerte infamante e ignominiosa, que con su cuerpo quedara enterrada su memoria. Que nadie deseara declararse o sentirse discípulo suyo. Y parecía que lo habían conseguido, paradójicamente se cumplía la profecía: "Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado. Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes..." (Is. 52, 17-18).
Sin embargo, la tierra no pudo contener al que es la Vida. Al que habían visto morir colgado del madero, el Padre lo resucitó en gloria para salvación de todos. Un acontecimiento inesperado y sorprendente, los mismos discípulos, hundidos en la confusión y oscuridad más profunda, necesitaron un empujoncito de parte de Dios, "Alegraos", "María", "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?"... Todavía tendrían que hacer el camino de Galilea para acabar de comprender lo sucedido y las consecuencias que ello tiene. Todavía necesitarán Pentecostés para romper el miedo definitivamente. Pero todo eso ya empezado y lo ha hecho con la sorpresa desconcertante de un sepulcro vacío una mañana de domingo, al comienzo de la primavera.
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