23 octubre 2016

Si la sal se vuelve sosa...

Hace unos días (por el pasado 4 de octubre)  celebrábamos la fiesta de San Francisco de Asís, hay mucho que aprender del pobrecillo que en pleno siglo de hierro de Europa y la Iglesia, se atrevió a abrazar el camino más insospechado, a evangelizar con la vida y, sólo después, con las palabras. De las florecillas, la narración de la verdadera alegría me impresionó y, de vez en cuando, la recuerdo. Especialmente cuando tras algún trabajo pastoral en el que no puedes evitar implicarte, como dice la canción, con alma, corazón y vida, se produce una de esas situaciones en que los demás te miran como si estuvieras de sobra, como si no pintaras nada en ese momento. Si fuera capaz de vivir ese momento con la calma y la paciencia que S. Francisco proponía, entonces sabría que estoy en el camino correcto.
Esta semana he tenido un interesante debate con una persona que se define como católica comprometida, profesora de universidad en Estados Unidos y catequista de confirmación en su parroquia. En un momento dado la buena señora manifiesta su criterio de que los sacerdotes católicos deberían ser casados. Y hasta ahí bien, es una opinión que lleva mucho tiempo en el candelero y, quién sabe, tal vez algún día esa sea la práctica de la Iglesia, le vengo a decir. Pero cuando intenta fundamentar su opinión entra en un terreno moralmente cenagoso, puesto que a renglón seguido afirma que así los sacerdotes dejarían de ser narcisistas y descomprometidos. Ni el argumento de que no ha hecho un test de personalidad a todos, ni la evidencia que eso es un juicio temerario sobre la generalidad basado probablemente en alguna experiencia personal suya, hacen que se dé cuenta de la barbaridad de juzgar a todos con un criterio tan injusto.
Luego vienen argumentaciones que oscilan entre lo ridículo y lo sin sentido. Que si un ex drogadicto puede ayudar mejor a quien quiera salir de la droga, o la barbaridad de que una persona con problemas de depresión puede ayudar mejor a alguien que tiene depresión (y acabar los dos en el hoyo, supongo), y otros razonamientos similares que nada tienen que ver. Parecer ser que piensa que los curas nacemos en los árboles y que no sabemos nada de cómo es una familia, porque no hemos tenido hijos. En su argumentación el único ginecólogo válido es una mujer que haya tenido hijos, lo demás no sirve igual. Cuando esta senda, absurda, se agota, aparece en el debate la ideología de género que tan de moda está. La Iglesia, si quiere caer bien a los jóvenes y ya no tan jóvenes de hoy, debería revisar su doctrina. ¿Les suena esto? Seguro que han oído a más de uno decirlo. En lugar de evangelizar, deberíamos dejarnos evangelizar y renunciar a la verdad y la razón, para abrazar la convención social y el buen rollo. Jesús no lo supo hacer, por ese camino, hubiera muerto de infarto a los noventa, pero nada, tenía que empeñarse en llevar la contraria y hacer la voluntad del Padre, qué sabrá el Padre Celestial de cómo se convence a la gente.
Y entonces vuelvo a acordarme de S. Francisco y la verdadera alegría. Si fuera capaz de dejarme llamar narcisista descomprometido y carca trasnochado sin perder la calma, sin perder la paz interior que sólo viene de Dios, entonces habría encontrado la verdadera y perfecta alegría. Pero aún estoy lejos por lo visto y actitudes así, de cierto catolicismo “progre” que hace bastante me fascinaba, ahora me produce hartazgo y me recuerda porque los epígonos de esta tendencia me hastían. Acabarán disolviéndose en una tibia nueva era que cae bien y halaga a todos por igual, encerrados en un refugio dónde la verdad no importa, sólo el buen rollo. Pero ya sabemos lo que dice el Apocalipsis sobre los tibios, ¿verdad?

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