27 mayo 2016

Corpus



Ayer fue uno de esos jueves que relucían más que el sol y que ya han pasado a la historia entre nosotros como festividad, aunque no su solemnidad que celebraremos el domingo. El Corpus Christi, la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, nos invita a reflexionar sobre algunos aspectos de nuestra fe y nuestra práctica de la misma.
Yo suelo explicar a los niños de comunión en alguna ocasión en que están en la parroquia rodeados de todo el arte y el patrimonio que ésta encierra que, a pesar de todo, lo más valioso que en ese momento se encuentra allí para nosotros, lo que de verdad nos cambia la vida, es sin embargo, lo más barato, lo que menos precio tiene. Ni el oro ni la plata, ni el terciopelo ni las imágenes o el inmenso edificio que nos cobija, vale nada para nosotros al lado de ese pequeño trozo de pan, apenas harina y agua, que contiene la inmensidad de la misericordia de Dios hecha alimento para nuestras muchas debilidades. Y es eso lo que, por encima de todo, nos debería fascinar cada vez que nos acercamos al sagrario o al sacramento de la misa. Todo el boato y la pompa con que rodeamos ese misterio del Amor más grande, no debería distraernos de ese hecho, es más, debería conducirnos a su contemplación. Y no estoy muy seguro si la acumulación de tradiciones lo consigue siempre, si no nos quedamos asombrados por el marco sin ser capaz de apreciar el cuadro.
Por otra parte hay en la eucaristía una hermosa parábola de la condición del creyente que no me resisto a compartir con ustedes. Dice el Antiguo Testamento que los hebreos comieron el maná en el desierto. Se habían quejado al Dios Yahvé, tenían hambre y protestaban por lo duro del camino de la libertad, y la misericordia de Dios hizo llover maná, un pan que ellos no habían trabajado y que alimentó su peregrinación por aquel terrible lugar.
Pero nosotros vivimos un tiempo nuevo, somos un pueblo de adultos que han empezado la peregrinación por el nuevo desierto de nuestra sociedad, así que no hay maná, nuestro viático, nuestro pan del camino, el milagro de la Eucaristía no se da sin el esfuerzo del labrador que saca de la tierra el trigo y la vid que luego transformará en el pan y el vino que acogerán la presencia de Cristo. En el hoy de nuestra historia Dios se hace presente contando con nuestro esfuerzo, con nuestro sudor, no es la respuesta a nuestros lamentos o quejas, no es el milagro que resuelve la protesta por lo duro que es ser libre, por lo duro que llegar a la tierra de promisión. O ponemos lo que somos y tenemos con toda su pobreza o el milagro no será posible.
Y creo que hay demasiado del aquel pueblo quejoso del Sinaí en nuestra sociedad que exige al dios estado una respuesta paternalista que resuelva los problemas y garantice la subsistencia, aunque sea una subsistencia miserable que sacrifica la libertad y la madurez. Y no es a esto a lo que somos llamados, no es así como se camina hacia el mundo nuevo, no hay alternativas al desierto y la cruz. Por eso precisamente Jesús quiso quedarse hecho un mísero trozo  de pan, el alimento del pobre, del que somos tú y yo.
Dejemos este domingo que la fascinación del Amor más grande nos haga solidarios con los desfavorecidos, nuestros hermanos.

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